
No faltaba más, esa frustración que siempre vuelve.
El calor se ha colado entre tu aire, el sudor en la espalda sofoca lo poco que podés moverte y la luz te va cegando de a poquitos en cada parpadeo. Escuchás la alarma: punzante y ruidosa. Todo da vueltas, la cabeza palpita entre los colores sepia del cuarto y vas recordando su rostro sonriente. No la volvés a ver, la banca va a estar vacía esta vez.
No piensa en mucho, la señorita. Pero piensa.
Sabés que te está viendo, sentís su mirada escudriñarte línea a línea. Sentís sus pies, paso a paso marcando los tuyos. Sabés que te observa, que sabe donde estás, que hacés, como ves tu mundo. Y al verla sentada ahí, donde siempre está, sola y sin querer cambiarlo, te da ese nudo que siempre te da, de querer conocerla.
No piensa en mucho, sabes que se está quedando dormida. Y sueña con vos, te sueña moribunda o lastimada. Todos te sueñan así. Y vos, vos soñás que los ves morir.
Los malditos sueños -ella no baja la mirada- te cohiben cuando avanzás -línea a línea- y derrepente tus pasos se cansan, te detenés justo enfrente. Pero piensa, y pensás que está leyéndote, viendo cada palabra dentro de ti.
Se levanta despacio, como dejandote ir. Te mira y sonríe, se acerca. La respiración se vuelve pesada, tus pies no se mueven, la soledad se disuelve y en el instante que pensaste en sonreirle de regreso la ves: te ha pasado al lado y se fue tan despacio como se levantó, dejándote en tu olvido.
Y vos no te movés, te has quedado viendo la banca fría, vacía.
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