viernes, 17 de octubre de 2008

Los Demonios

Los demonios no se van, no se vomitan, no se asustan, no se callan. Por algo son demonios.
Y voy conociéndolos cada vez mejor, acostumbrándome, necesitándolos.

El primero, el más cruel, llega todos los días a eso de las cuatro, cuatro y media de la tarde... Cuando voy camino a casa. Se sienta a mi lado en el carro en cuanto aparece; y me observa, me mira fijamente sin decir palabra. Siempre logra mantener su orgullo y hacerme hablar primero. SIEMPRE.
Luego platicamos, yo peleo, grito y pataleo con grandes monólogos, le cuento mis días y mis otros demonios. Si pregunto algo, él responde con monosílabos, esperando que no lo mire. Es un demonio tranquilo a la luz de día.
En la casa no siempre me sigue de cuarto en cuarto, a veces se queda atascado frente a la televisión o en el cuarto con las comodidades. No pide mucho, solo nunca tener que hablar primero.
Pero según la noche avanza y la espalda se me curva más y más, se me va acercando hasta que siento su aspera respiración en el cuello. Entonces entra en su calidad de demonio y comienza a susurrarme en el oído todo lo que perdí, lo que podría tener. Lo que puede estar haciendo o diciendo... que pasó con todo. Me recuerda lo que dejé de lado por poca cosa y que probablemente mientras lo pienso, él está con ella. Dura, agriándome el oído, hasta las dos, dos y media de la mañana, hora en la cual finalmente me toca con las manos que herven y me quema un pedacito, llevándome al límite. Hay noches que no tengo fuerza y caigo en el suelo temblando y sollozando hasta que se va. Hay noches que no siento sus manos y simplemente se va, dejándome sola hasta la tarde siguiente. Esas son las noches en las que sonrío.

El segundo demonio, el que no tiene horario, me visita en momentos clave, ya sea durante un examen o frente a una pantalla. Es errático y agresivo, siempre aparece de frente y gritando mientras se me acerca. Es alto y lleva sombras grises en las pupilas. Le gusta recordarme a gritos las discusiones que ya no tengo, o cómo voy dejando mi pasado siempre en el olvido. No le gusta ver otros demonios y al primer indicio de otro, se esconde bajo libros y papeles.
Éste demonio nunca se va, ronda por la casa, entre las agujas de los relojes y los textos olvidados.
En sus lentes suele reflejarme la imagen que yo llevaba antes, la sonrisa y los sueños que he guardado. A éste ya no le temo, éste no me toca y no es ni frío ni caliente... pero de cuando en cuando sus palabras calan en la nostalgia arrugándome la piel.

El tercero, el peor de todos, me busca todas las mañanas, antes de despertar. Se acuesta a mi lado y me pasa los dedos fríos por la piel, acaricia mi cabello llenándolo de escarcha; y me besa los ojos, congelándome la mirada. Al despertar es lo primero que veo y solo escapo cuando no duermo.
Éste demonio no me habla por la mañana, pero me muestra ideas que tuve y jamás logré. Suele tener la figura del sueño que se me escapa de las pupilas, o del que quisiera se escapara. Incontables veces se ha enfrentado al demonio de la tarde, gritándose a voces que el uno no pertenece y que el otro tampoco.
Trae humores consigo, irrelevantes y frescos, los alterna según amanezca el día. Cuando me visita a media mañana suele escribirme en los brazos palabras del pasado. Busca en mi verbos que escondo y secretos para tatuarme en la frente sin que lo sienta. Me congela el alma o la boca cada vez que la felicidad me toca. Éste se escurre todos los mediodías entre la comida, cuando me siento y veo la vida. Entre las mordidas me besa, dejándome su amargo sabor de gastado, junto con el vacío en el aire, ese olor sofocante de los inviernos anteriores.

Y los que quedan, los que llevan mi rostro, esos no son demonios...
Y si, les grito y los maldigo, y a mi me devuelven las maldiciones. Pero no son demonios, aunque nacen y mueren en mi, yo les doy sus recursos y les permito convertirme en masoquista a diario, susurrándoles entre dientes mientras duermo, contándoles sobre los demás demonios.

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