miércoles, 21 de mayo de 2008

Amalia


Está en el hospital, entre el aire acondicionado y los ruidos de los demás ancianos. No deja de moverse, de sorprenderse cada vez que se reencuentra allí y asustarse cada vez que la tocan. Con millones de cosas entrando y saliendo de su brazo, o adheridas al pecho o enrolladas por la nariz, ella ha reencontrado lo que no quiere tener: la vejez.
Con 95 años y su primer paro cardíaco (será por dos coágulos y por tanto doble paro) doña Amalia descansa en espera de la compañía de su familia, su hijo y nietos quienes aunque tienen prohibida la entrada, ya fueron dos veces (el hijo cuatro). Si tiene hambre, le llevan comida, sed, agua y si sólo quiere compañía, resulta ser la mas animada y alegre de los enfermos (únicamente que se le considere enferma en verdad).
Está consciente que está lejos de donde quiere estar, se lamenta por cada molestia y dicho sea de paso que cada una se le atiende. El hospital, con incontables fallas y medicinas faltantes, problemas para los usuarios, da el refugio que ella y otros necesitan a diario. Un hospital público de nuestro querido zivar esconde en sus inmensas entrañas a la viejita que aparentando ser débil cuida las fuerzas de cuatro personas (a menos que algunos sean obviados y entonces mis disculpas). Un hospital público, con todas sus quejas, carencias y restricciones, guarda las llaves para la felicidad de muchos, entre sus pasillos de lámina iluminados de noche y las frías salas nuevas pintadas de verde; las guarda esas llaves como pequeños platos de alimento: muy bien refrigerados y muy bien escondidos, con horas límite y áreas prohibidas.
Doña Amalia, desnuda en su cama, pide a ratos que le traigan y dejen usar aquel vestido azul que le regalaron hace un mes. Se siente expuesta, real, demasiado humana si la pequeña criaturita del mismo nombre ha de verla. Eventualmente consigue una bata de hospital, poco práctica pero cálida, y la cubre. Ella habrá estado interna pocas veces, quizás ninguna antes de esta, pero sabe que no ha de moverse demasiado, quejarse o levantarse, por lo menos no hasta que se le diga. Sabe también que si se le baja la presión (como hoy en la mañana) no habrá pasado un minuto para que alguien intente reestablecer su paz, ni tres para que lo logren. Sabe que su hijo y nietos están mas cercanos y preocupados que siempre, y que también ansiosos se esconden bajo el incansable oxigeno y máquinas, bajo las voces de las enfermeras y las caricias confortantes de los doctores, para llegar y saludarla, sin contacto físico por supuesto.
No, doña Amalia no está realmente incómoda, solo teme que lo que tanto la espera llegue y ella se encuentre distante del hogar que tanto ama y ha cuidado. Sabe que al volver, hará la misma rutina de regañarla a ella (la nieta) y al hijo, hostigarlos por los sonidos que producen, las ordenes que no obedecen y sugerencias que no aplican. Pero mientras espera, una semana o solo unos días, disfruta la atención y cariños, busca como compensar por los problemas que dice ella causa, y sigilosamente, recoge limones y guindas en la cabeza, las va empacando en pequeñas bolsas y se las regala a los médicos, mientras en el jardín de la casa su nieta oye a los limones y guindas de la cabeza de su abuela caer en el patio y agradecer la lluvia, mientras también ellos la esperan.

3 comentarios:

El mal ejemplo dijo...

en el jardín de la casa su nieta oye a los limones y guindas de la cabeza de su abuela caer en el patio y agradecer la lluvia, mientras también ellos la esperan.

qué precioso
ojalá regrese pronto

Amanda dijo...

regreso, pero en mi padre y en mi... insisto que el cementerio general es magico a pesar de todo...

Amanda dijo...

...la extraño tanto!